VIEJOS AMIGOS

Los naranjos de nuestras calles. Fuertes en su vejez venerable, aunque también indefensos. Amados por los sampedrinos y admirados por los turistas sensibles, que se mueven siempre al acecho de imprevistas bellezas.

A veces agredidos y condenados al exterminio, algunos murieron y otros fueron arrancados por una drástica y equivocada interpretación de la higiene, o reemplazados por ejemplares de otras especies que lucen exóticos, obligados a integrarse a las hileras de los espléndidos y fragantes naranjos que adornan nuestra ciudad desde hace tanto tiempo.

Hacia 1939 fueron plantados por un grupo de alumnos primarios acompañados por sus maestras; esta savia nueva jalonó un sector de las veredas que entonces se concluían casi con urgencia, como una secuela apremiante del recién construido pavimento. Los distintos diseños y colores de las baldosas se multiplicaban completando la satisfacción del progreso adquirido, y no podía faltar un proyecto de arbolado en esa nueva traza.

En los pozos cavados previamente por los empleados municipales, los alumnos mayores fijaban uno por uno los frágiles árboles, mientras que los más pequeños interveníamos simbólicamente en el ritual de la plantación. Y ante cada naranjo se renovaban las sinceras promesas de acompañar y cuidar a estos tiernos amigos que desde ese momento se instalaban para siempre en el paisaje de nuestra vida.

Luego sobrevino la expectativa ante sus primeras y escasas floraciones, que años después cubrieron con un manto de azahares perfumados las veredas y con una marca imborrable nuestros sentidos. Y más tarde fue el oro de sus frutos, que sigue enriqueciendo con sus quilates de belleza el panorama distinto de cada invierno, y a través de viejas recetas se convierte en exquisita dulzura compartida.

Tenaces y queridos naranjos amargos, dispuestos a resistir indiferencias y embates para devolver generosos su inagotable y perfumada lección de vida. Al comenzar cada septiembre, una vez más recibimos la lluvia reconfortante de sus flores y al caminar envueltos en su aroma agradecemos a quienes nos enseñaron a amar la naturaleza mediante el simple y preciso acto de plantar un árbol con nuestras propias manos.


Colaboración: Julia McInerny

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